«Ser discípulos y
misioneros, aquí y ahora»
Mons.
Bernardo Álvarez Afonso, Obispo de Tenerife
4 de
agosto 2011
EXTRACTO
“Lo que
hemos visto y oído, os lo anunciamos…” (1Jn. 1,3)
El amor de Dios Padre,
manifestado en Jesucristo el Buen Pastor y derramado en nuestros corazones por
el Espíritu Santo que se nos ha dado, sea con todos y les colme de gracia, paz
y alegría.
Como viene sucediendo desde
hace algunos años, en los países de tradición cristiana, la acción pastoral de
la Iglesia viene determinada por el llamamiento a la “Nueva Evangelización”.
Una propuesta que inició el Beato Juan Pablo II y ha continuado el Santo Padre
Benedicto XVI, quien ha convocado un Sínodo sobre el tema para octubre de 2012.
Nosotros, con nuestro Plan de Pastoral, queremos situarnos en esa dirección de
marcha y colocarnos de lleno en la línea de la Nueva Evangelización, de sus
puntos de partida, de sus orientaciones y de sus objetivos.
Hacia
una iglesia de discípulos y misioneros
Con nuestro Plan, dentro de
ese marco de la Nueva Evangelización, en esta ocasión, nos proponemos el
objetivo concreto de impulsar a los cristianos a “Ser discípulos y misioneros,
aquí y ahora”. Lógicamente, como no puede ser de otra manera, se trata de “ser
discípulos y misioneros” de Jesucristo.
He dicho “impulsar a los
cristianos” y quizás puede parecer que este es un objetivo muy
“intra-eclesial”. Sin embargo, esto tiene su explicación en el hecho de que la
Nueva Evangelización tiene precisamente como destinatarios a los propios
cristianos en orden a fortalecer su adhesión y seguimiento de Jesucristo. Como
ha dicho el Papa Benedicto XVI: “Es necesario emprender la actividad apostólica
como una verdadera misión en el ámbito del rebaño que constituye la Iglesia
católica, promoviendo una evangelización metódica y capilar con vistas a una
adhesión personal y comunitaria a Cristo”.
Precisamente, en relación al
tema “discípulos y misioneros” de la Conferencia de Aparecida, el Papa decía: “¿Era
ese el tema más adecuado para esta hora de la historia que estamos viviendo?
¿No era quizá un giro excesivo hacia la interioridad, en un momento en que los
grandes desafíos de la historia, las cuestiones urgentes sobre la justicia, la
paz y la libertad exigen el compromiso pleno de todos los hombres de buena
voluntad y, de modo particular, de la cristiandad y de la Iglesia? ¿No hubiera
sido mejor que afrontáramos, más bien, esos problemas, en vez de retirarnos al
mundo interior de la fe?… No. Aparecida decidió lo correcto, precisamente
porque mediante el nuevo encuentro con Jesucristo y su Evangelio, y sólo así,
se suscitan las fuerzas que nos capacitan para dar la respuesta adecuada a los
desafíos de nuestro tiempo”.
Esta respuesta del Papa, a
las preguntas y reticencias que había en el ambiente, ilumina perfectamente el
sentido y la intención de nuestro objetivo “ser discípulos y misioneros”. Sólo
si los cristianos somos de verdad discípulos de Jesucristo, seremos
evangelizadores y constructores de un mundo mejor para todos. De ahí que
nuestra primera tarea siga siendo, la de avanzar hacia una comunidad de
cristianos adultos en la fe. Ser discípulo de Jesucristo es la condición
fundamental, y absolutamente necesaria, para ser misionero y participar en la
misión de la Iglesia “de anunciar el Reino de Cristo y de Dios y de
establecerlo en medio de todas las gentes” (Lumen Gentium 5).
“Lo que
hemos visto y oído, os lo anunciamos”
El lema bíblico en el que
nos apoyamos, y que marca la naturaleza de ese “ser discípulos y misioneros”,
es un texto de la primera carta de San Juan: “Lo que hemos visto y oído, os lo
anunciamos” (1Jn. 1,3). Cualquier persona se siente impulsada a comunicar a los
demás, especialmente a los que ama, aquello que conoce, experimenta
personalmente y lleva en el corazón. Por eso, no cabe otra forma de presentar a
Jesucristo a los demás si no es a partir del conocimiento y la experiencia que
tenemos de Él. Es decir, sólo se anuncia de verdad a Jesucristo desde lo que
personalmente “hemos visto y oído” en nuestra relación con Él. Como decía Pablo
VI: “En el fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de
transmitir a otro la propia experiencia de fe?” (Eevangelii Nuntiandi 46).
Todo lo que la Iglesia ha
sido, es y será, es fruto del cumplimiento de esas palabras. Nosotros mismos,
los que hoy formamos la Iglesia, hemos conocido y creído en Jesucristo porque
otros seguidores de Jesús, anteriores a nosotros, nos lo han presentado. El
Señor Jesús, fiel a su promesa, ha estado, está y estará siempre presente. Él
es contemporáneo a toda persona en cualquier tiempo y lugar.
Pero, para ello, necesitamos
nosotros mismos afianzar nuestra fe. Necesitamos “oír”, “tocar con nuestras
manos”, “ver con nuestros ojos”, a Cristo “la Palabra de vida”. Es decir,
necesitamos cultivar una fe viva, de adhesión y seguimiento de Jesús, para así
poder dar testimonio de lo que hemos visto, porque de lo que se trata es de
“presentar” a Jesús a los demás, no sólo de hablar de Él.
Ser
cristiano es “ser discípulo” de Cristo
En la encíclica Deus caritas
est, el Papa Benedicto XVI, dice que "no se comienza a ser cristiano por
una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva" (n. 1). Se podría decir que este es
justamente el punto de partida para llegar a ser discípulo de Jesucristo. Así
fue como ocurrió con los primeros discípulos y así ha quedado plasmado en el
Evangelio como “el icono” del discipulado. Ante el aviso de Juan Bautista,
señalando a Jesús, “he ahí el Cordero de Dios”, Juan y Andrés van detrás de
Jesús, “Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: ¿Qué buscáis? Ellos
le respondieron: Rabbí -que quiere decir, Maestro- ¿dónde vives? Les respondió:
Venid y lo veréis. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel
día. Era más o menos la hora décima” (Jn. 1,38-39).
“Venid y lo veréis. Fueron y
se quedaron con Él aquel día”, dice el relato. Sabemos por el Evangelio, que
aquel encuentro fue sólo un comienzo que les llevó a “quedarse con Él para
siempre”. Encontrar a Jesús e ir con Él, conocer a Jesús y quedarse con Él,
permanecer unido a Él… son expresiones que ayudan a comprender el sentido cristiano
de “discípulo”. Veamos brevemente el significado e implicaciones de esta
palabra.
DISCÍPULO: En lengua
castellana la palabra discípulo viene del latín “discipulus”, derivado del
verbo discere = aprender. En este sentido, discípulo es quien está es disposición
de dejarse enseñar y aprende de un maestro. En la traducción de la Biblia al
castellano, “discípulo”, se emplea para traducir la palabra griega mathetés
que, aunque incluye la idea de aprender, es una expresión que, ante todo, se
cualifica por el verbo “seguir” = hacer camino con alguien. Por tanto la
palabra “mathetés” (= discípulo), que aparece doscientas sesenta y dos veces en
los escritos del NT., es, en primer lugar, un modo de vivir que se aprende
siguiendo al maestro. Según esto, lo que caracteriza al discípulo es el
seguimiento.
¿Discípulos de quién? En los
tiempos de Jesús, según la práctica común, el discípulo era quien elegía la
escuela y el maestro que más les convenciera y conviniera. En este sentido el
discipulado era una etapa temporal de la vida. Era como quien va a una escuela
para adquirir unos conocimientos, que luego sirven para la vida personal y
profesional y que, una vez adquiridos, ya deja de ser discípulo quedando
desconectado del maestro; el discípulo se convierte en maestro y se dedica a
enseñar a otros.
En los evangelios, en
cambio, nos encontramos con que es Jesús mismo quien elige y llama
personalmente a sus discípulos. Jesús ve las personas, habla con ellas, las
conoce y llama a cada uno por su nombre: ¡Sígueme! Por eso puede decir a sus
discípulos: “no me habéis elegido vosotros a mí, sino que soy yo quien os he
elegido a vosotros” (Jn. 15,16). Esto significa que el seguimiento de Jesús no
es una opción personal del discípulo, sino que es Jesús quien toma la iniciativa
y opta por cada uno.
Para los que conocieron
históricamente a Jesús, responder positivamente a su llamada y seguirle les
cambiaba la vida porque implicaba ir físicamente detrás de Jesús con el objeto
de estar con Él y aprender de Él. Aprender no sólo sus palabras sino, también,
su forma de vivir la relación con Dios, con las demás personas y con las cosas.
En el Evangelio, los discípulos son aquellos que se sintieron atraídos por
Jesús, lo siguieron y acogieron su enseñanza y se esforzaron por conformar a Él
su propia vida.
El mismo Jesús, en distintos
momentos, les va explicando lo que es necesario hacer para ser sus discípulos:
“Decía Jesús a los judíos que habían creído en él: Si os mantenéis en mi
Palabra, seréis verdaderamente mis discípulos” (Juan. 8,31). Y también,
“Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: Si alguno quiere
venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mc. 8,34).
Esto, como sabemos, no fue
fácil. Si bien inicialmente se entusiasmaron con Jesús y le siguieron, a medida
que fueron viendo que este seguimiento implicaba la negación de sí mismo, la
aceptación de la cruz y el cambio radical de la propia vida, “muchos de sus
discípulos se retiraron y ya no iban con Él” (Jn. 6,66).
Quienes seguían a Jesús no
se ligaban a una doctrina o una filosofía, sino a la persona misma de Jesús.
Ser un verdadero discípulo de Jesús es un estado de vida permanente.
Leyendo los evangelios se
descubre que el conjunto de los discípulos de Jesús, aquellos que le seguían,
era un grupo bastante amplio y variado, que comprendía también algunas mujeres.
La forma de seguimiento que les proponía Jesús, más que seguir una doctrina,
era seguirlo a Él, viviendo como Él vivió y haciendo lo que Él hizo
Tal vez se podría pensar que
sólo se pueden considerar discípulos de Jesús aquellos que, durante su vida en
la tierra hace casi dos mil años, le conocieron y le siguieron. Los cristianos
que vinieron después, que no le conocieron ni le trataron físicamente, serían
algo así como admiradores de su vida y partidarios de su doctrina, pero no
discípulos en el sentido que hemos dicho. Lógicamente las cosas serían así, si
Jesucristo fuera alguien del pasado sin vida personal actual. Pero, no. Cristo
vive para siempre, es contemporáneo de cada persona y en consecuencia se le
puede encontrar, conocer y tratar personalmente.
Cuando Jesús mandó a sus
discípulos “id y haced discípulos de todos los pueblos” (Mt. 28,19), claramente
hablaba de hacer “discípulos” a personas que ya no le podían conocer
físicamente. Los apóstoles cumplieron el encargo y muchas personas, ya desde el
día de Pentecostés, después de la predicación de Pedro, se bautizaron y se
hicieron seguidores, no de los apóstoles sino de Jesús, a quien ellos
anunciaban.
Creer, amar y seguir a
Jesús, eso es ser su discípulo. Esto es posible, aunque no se la haya visto con
los ojos de la cara. Jesucristo en persona se hace presente en los mensajeros:
“Quien acoja al que yo envío, me acoge a mí” (Jn. 13,20).
Anunciar a Jesucristo a
todos los hombres
El hecho de que Jesús mande
anunciar el Evangelio a todas las naciones, tiene su razón de ser en el amor de
“Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo
mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo como
rescate por todos” (1Tim. 2,4-6). Ahora bien, para que la salvación de Cristo
sea accesible a todos, es necesario ofrecerla a todos mediante el anuncio del
Evangelio.
Consciente de esta
necesidad, el gran misionero que fue San Pablo, decía a los romanos: “Todo el
que invoque el nombre del Señor se salvará. Pero ¿cómo invocarán a aquel en
quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán
sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?” (Rom.
10,12-15). Dicho a la inversa, quienes son enviados, los misioneros, predican
el Evangelio. Al predicar los que escuchan y acogen el mensaje creen en Jesús.
Ser misionero, ante todo, es
ser anunciador de Jesucristo. Predicarlo en todos los lugares donde el
Evangelio no ha sido suficientemente anunciado o acogido, en especial, en los
ambientes difíciles y olvidados, también más allá de nuestras fronteras.
Para ello gozamos de ese don
que, en lengua griega, se llama “parresía”; una palabra de amplio y rico
significado, sobre la que tendremos que reflexionar más ampliamente. Esta cita,
de la encíclica Redemptoris Missio, n. 45, nos acerca a su comprensión: “El
anuncio está animado por la fe, que suscita entusiasmo y fervor en el
misionero. Como ya se ha dicho, los Hechos de los Apóstoles expresan esta
actitud con la palabra ‘parresía’, que significa hablar con franqueza y
valentía; este término se encuentra también en san Pablo: ‘Confiados en nuestro
Dios, tuvimos la valentía de predicaros el Evangelio de Dios entre frecuentes
luchas’ (1Tes. 2,2) ‘Orando... también por mí, para que me sea dada la Palabra
al abrir mi boca y pueda dar a conocer con valentía el misterio del Evangelio,
del cual soy embajador entre cadenas, y pueda hablar de él valientemente como
conviene’(Ef. 6,20)”
Ser
misioneros en la Iglesia y con el Espíritu Santo
La comunión eclesial es
primero, cronológica y ontológicamente, comunión vertical (del discípulo con el
maestro), que es la que fundamenta y sostiene la fraternidad horizontal (entre
los discípulos). No se es discípulo de Jesús solo o aislado, sino con otros,
con quienes formamos, “por Cristo, con Él y en Él” un único cuerpo, “el cuerpo
de Cristo” que es la Iglesia. Él es la cabeza y nosotros sus miembros. Por eso,
cada cristiano, al ser misionero, lo es en la comunión de la Iglesia,
participando de su misión evangelizadora, según la vocación de cada uno.
Pues bien, en esta comunidad
de los discípulos de Cristo, el Espíritu Santo es quien hace posible su vida y
misión. Como nos enseña el Concilio Vaticano II, “el mismo Señor Jesús, antes
de entregar libremente su vida por el mundo, ordenó de tal suerte el ministerio
apostólico y prometió el Espíritu Santo que había de enviar, que ambos quedaron
asociados en la realización de la obra de la salvación en todas partes y para
siempre. El Espíritu Santo unifica en la comunión y en el servicio y provee de
diversos dones jerárquicos y carismáticos, a toda la Iglesia a través de los
tiempos” (Ad Gentes 4).
Conclusión:
Discípulos y misioneros, por Cristo, con Él y en Él
Hermanos, no podemos
desaprovechar esta hora de gracia. Todos en la Iglesia estamos llamados a ser
discípulos y misioneros. Es necesario formarnos y formar a todos los cristianos
para cumplir, con responsabilidad y audacia, esta tarea. Les animo a que,
mutuamente, nos ayudemos a despertar y acrecentar en todos la alegría y la
fecundidad de ser discípulos de Jesucristo, viviendo con verdadero gozo el
“estar con Él” y el “amar como Él” para ser enviados a la misión.
“Discípulo” y “misionero”
son como las dos caras de una misma moneda: cuando el discípulo está enamorado
de Cristo, aún en medio de persecuciones, no puede dejar de anunciarlo al
mundo. Ante la prohibición de las autoridades de “hablar o enseñar en nombre de
Jesús”, Pedro y Juan responden: “Juzgad si es justo delante de Dios obedeceros
a vosotros más que a Dios. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que hemos
visto y oído” (Hech. 4,19-20).
Para llevar adelante este
encargo contamos con tres potentes aliados que nos preceden y acompañan en
nuestra labor. En primer lugar, “el Padre” que siempre trabaja (Jn. 5,17),
constantemente atrae a todos hacia Cristo (Jn. 6,44) y dispone el corazón de
los hombres para que acojan el mensaje del Evangelio. En todas las personas a
las que nos dirigimos hay una semilla religiosa sembrada por el Padre, que El
sigue cuidando y atendiendo, una semilla que sirve de base para la tarea de la
evangelización.
Nuestro segundo aliado es
“el Hijo”, del cual todos los hombres son imagen y semejanza y, además, “el
hombre -todo hombre sin excepción alguna- ha sido redimido por Cristo; el
hombre -cada hombre sin excepción alguna- se ha unido Cristo de algún modo,
incluso cuando ese hombre no es consciente de ello”. Redemptor Hominis, 14c.
Esto quiere decir que en cada persona está grabada la esencia misma del ser
cristiano, aunque muchos no lo reconozcan. Pero, por la fe, el misionero si lo
sabe y, por eso, con toda confianza y sin temor, anuncia el Evangelio a todos
con la esperanza de que su anuncio no será en vano.
Y, el tercer aliado del
misionero es “el Espíritu Santo”. Jesús lo prometió y lo cumplió: “Recibiréis
el Espíritu Santo que os dará fuerza para que seáis mis testigos” (Hech. 1,8)
y, además, es Él quien, entrando hasta el fondo del alma, prepara y dispone el
corazón de las personas para que acojan el Mensaje que se les propone en la
predicación (cf. Hech. 16,14), de modo que el misionero es instrumento del
Espíritu que es quien convierte y da el don del conocimiento de Dios.
Que el Señor les bendiga a
todos, les colme con toda clase de bienes y con su gracia haga prósperas las
obras de nuestras manos.