Aquí os
dejo la última reflexión personal sobre esta
última semana de adviento y venida del Emmanuel, el Dios con nosotros. La Luz
que viene de lo alto.
Felicito
a todos los seguidores de este blog. Que Dios os bendiga desde su Hijo muy
Amado, el Niño Dios, Jesús. El está deseoso de recostarse en vosotros. Abrid vuestros corazones, dejaos amad por el Amor
personificado, dejad que Él se encarne en vuestros corazones como lo hizo
en mí. Amén.
Feliz
navidad y hasta el año que viene.
LOS HIJOS DE LA LUZ
“Vosotros sois linaje elegido,
sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de
Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable Luz” (1Pe 2,9).
Por mi experiencia de
vida y oración he podido comprobar que en este mundo los hijos de la luz se
reconocen e identifican pues: “Si caminamos en la luz, como Él mismo está en la
luz, estamos en comunión unos con otros” (1Jn 5,7). El Espíritu del Señor hace
alumbrar desde ellos la Luz verdadera por las buenas obras que Él realiza en
ellos como instrumentos, instrumentos sencillos y eficaces (cf. Lc 10,21) para
mayor gloria de su Nombre (cf. Mt 5,16). Ellos poseen una sensibilidad especial
para hablar y compartir las cosas de Dios: sin vanagloria, sin intereses, sin
autoridad ni protagonismo. Ha sido el Amor que brota en sus corazones
trasparentes y justos los que actúan conforme a la santa voluntad de Dios, la
alegría se comparte y se contagian los corazones del amor de Dios, pues Él ha
obrado en ellos.
Así mismo hermanos
míos, los hijos de la luz huyen de los hijos de las tinieblas: “Los hijos de
este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz”
(Lc 16,8). Se apartan de ellos como el agua del aceite. ¿Qué necesidad hay de
perder la luz o la paz que portamos? La oración es la herramienta más eficaz
para aquellos. Es más, “todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la
luz, para que no sean censuradas sus obras” (Jn 3,20).
Sí, también es
cierto, somos antorchas en medio del mundo para alumbrar las tinieblas (cf. Flp
2,15; Sal 104,4; Heb 1,7). La oscuridad no es nuestro miedo, es la oscuridad
quien la posee: “Tú eres, Señor, mi lámpara, mi Dios que alumbra mis tinieblas”
(2S 22,29); o como dice el santo Job: “Cuando su lámpara brillaba sobre mi
cabeza, yo a su Luz por las tinieblas caminaba” (Job 29,3; cf. Sal 18,29).
Entonces hermanos “¿quién os hará mal si os afanáis por el bien? Mas, aunque
sufrierais a causa de la justicia, dichosos de vosotros. No les tengáis ningún
miedo ni se asusten. Al contrario, dad culto al Señor, Cristo, en vuestros
corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de
vuestra esperanza” (1Pe 3,13-15). “Nada hay encubierto que no haya de ser
descubierto ni oculto que no haya de saberse. Porque cuanto dijisteis en la
oscuridad, será oído a la luz” (Lc 12,2-3). Tanto en cuanto la luz penetre en
la oscuridad deja de ser tal para ser luz con los que alumbran: “al ser
denunciado por la luz se vuelve claro, y lo que se ha aclarado llegará incluso
a ser luz” (Ef 5,13). Quienes llevan la Luz del Sol (cf. Lc 1,78) a las vidas
de otros, no la pierden para ellos. Es más, quien posee la Luz ¿qué puede temer
si Él lo es Todo y todo le rinde cuantas a Él, único Dios verdadero, “que es
Luz y en Él no hay tiniebla alguna?” (1Jn 5,5; cf. Jn 1,5). “El que anda a
oscuras y carece de claridad confíe en el nombre del Señor y apóyese en su
Dios” (Is 50,10). Temamos entonces a Él mismo que es el único que nos puede
privar de su propia Luz eterna después de nuestra muerte corporal y pasar,
¡pobre de aquella alma!, a una muerte de alma y cuerpo, del ser (cf. Mt 10,28);
pues “si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso;
pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”
(1Jn 4,20).
Los hijos de la luz
portan en sus manos “las armas de la Luz” (Rm 13,12), al mismo Amor de los
amores y su “Palabra, que es luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene
a este mundo” (cf. Jn 1,9); como en tiempo así hizo Juan el Bautista, que daba
testimonio de la Luz (cf. Jn 1,7). Nuestros labios son del Señor, nuestras
manos y pies son del Señor, el corazón sencillo y justo es del Señor: “Yo soy
la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá
la luz de la vida” (cf. Jn 8,12).
Si participamos con
Él que es Luz, también estamos unidos a su Luz; somos pues “hijos del día” (1Ts
5,5): “Vosotros sois la luz del mundo, no se enciende una lámpara y la ponen
debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están
en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean
vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt
5,14-16). “Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo
que oís al oído, proclamadlo desde los terrados” (Mt 10,27). Nuestro Amado no
se cansa de decírnoslo, ¡sois herederos de mi Luz! Nada ni nadie os podrá
arrebatar de Su tierna presencia. “Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y
ellas mi siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las
arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y
nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre” (Jn 10,27-29). “Todo lo que me
dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; porque he
bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha
enviado. Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo
que él me ha dado, sino que lo resucite el último día” (Jn 6,37-39).
Hermanos
míos, somos felices y estamos en comunión por la afirmación que dice nuestro
Señor: “Yo soy la Luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no
siga en las tinieblas” (Jn 12,46). ¡Vivamos entonces como hijos de la luz,
desde nuestro alumbramiento, cuando cada una de nuestras madres nos dio a luz
como al Redentor, Luz perpetua, de las purísimas entrañas de la Virgen María
(cf. Lc 1,13)! Toda caridad, justicia y verdad son frutos de la luz (cf. Ef 5,8-9);
permanezcamos en Él eternamente, la Luz que permanece siempre. Alumbremos en la
oscuridad a aquellos que aún no han descubierto la verdadera Luz; o a aquellos
que se empeñan en apagar u ofuscar nuestras antorchas de amor, procuremos su
conversión, pues nuestro Amado no vino a “llamar a conversión a justos, sino a
pecadores” (Lc 5,32). “La conversión es un don de Dios, obra de la
Trinidad; es el Espíritu que abre las puertas de los corazones, a fin de que
los hombres puedan creer en el Señor y confesarlo (cf. 1Cor 12,3)” [1]. La
Verdad está con Dios y es Dios; y la verdad nos hará libres en el Amor (cf. Jn
8,32) porque “el que obra la verdad, va a la Luz, para que quede de manifiesto
que sus obras están hechas según Dios” (cf. Jn 3,21). “Vosotros sois linaje
elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las
alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable Luz” (1Pe
2,9). Amén.
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